Tripe puerta grande en Santander

A hombros se marcharon Enrique Ponce, Morante de La Puebla y Fernando Adrián. Se lidió un buen encierro de Domingo Hernández.

Con información de EFE, tomada de internet.

La Asociación Taurina de Cantabria desplegó una lona con un fotón gigantesco: un doblón por bajo del torero de Chiva a aquel Bendecidito, de Miranda y Moreno, con el que logró su cumbre en esta plaza allá por 2016: inmenso el muletazo, precioso el detalle.

La tarde comenzaba por el palo de lo emocional. De la sensibilidad. Enrique I de Valencia brindó a Morante, que reaparecía tras dos meses de parón por su enfermedad del alma, la depresión que siempre está al acecho y a veces hiere hondo.

Buscó el terreno más al abrigo del fuerte viento del nordeste, allí donde se asentaron los papelillos: el otrora duro tendido 3, que tanto le hizo penar en el pasado. Traía Ofiblanco, dentro de sus pocas carnes, un ir y venir informal, no uniforme, sostenido con alfileres en su poca fuerza. Una ronda diestra más allá de las rayas de picar hizo pensar lo que tantas veces: “ya lo ha embrujado con su muleta”.

Se cumplió sólo a medias. No terminó de crecer el trasteo, que tuvo dientes de sierra con algunas cimas de seda en forma de muletazos acaderados, incluso sentidos. Al final, en los medios, pareció darse mejor el toro de Domingo Hernández, que siguió alternando el deslizar con el soltar la cara. Una buena estocada en todo lo alto amarró la primera oreja de la tarde.

Coreó toda la plaza “Santander la Marinera” tras la muerte del tercero, en honor de quien se iba. Y la Banda Municipal inició un déjà vu; un viaje en el tiempo; tocó el tema de Ennio Morricone, La Misión, como en el ya aludido 2016. Labrador no era Bendecidito. Pero casi.

Por el pitón derecho se venía cruzado.  Dio igual. Por ahí se puso Ponce y el imán de su muleta eliminó defectos. Iba creciendo la intensidad de la obra al tiempo que la música se desperezaba. Hasta el viento se había aquietado. Enrique acariciaba la embestida, la nobleza dócil, que lo fue en parte por el gran trato recibido.

El desmayo, la cadencia, el ritmo, la ligazón: fue aquello un compendio exacto de lo que ha sido la tauromaquia poncista, coronado precisamente por las poncinas y por una espada esta tarde bien afilada. Dos orejas que elevaban la tarde, a estas alturas del cuarto, a la categoría de apoteósica.

En el primer contacto de Piñonero con el capote de Morante se ralentizó el toro. El de la Puebla hundió el mentón en las chorreras de la camisa y fue esculpiendo un mazo de verónicas marca de la casa. Como también lo fueron las chicuelinas del quite, más aladas que macizas, más graciosas que barrocas, abrochadas con una media que aún dura.

Como perdura en el recuerdo el inicio por ayudados por alto, un perfecto acople de muñecas, pecho y cintura a la embestida, nada humillada. La lucha era contra el viento y contra esa cara a media altura. Porque la pugna de José Antonio Morante contra sí mismo ya estaba ganada. Le funcionaron la cabeza y el corazón, sólo así se entiende el afán por buscar la serie casi perfecta en faena larga de tandas amplias.

Hubo dos de esta clase, una por cada mano, pasándose todo el animal por la barriga. La sangre del toro impregnando la botonadura de la taleguilla, lo atestigua. Morante ha vuelto por sus fueros, toreando hasta con las pestañas. “Hasta parado tienes arte”, le gritaron desde el tendido. Y José Antonio volvió a sonreír tras los pases de pecho que abrochaban su toreo grande. El espadazo de colocación defectuosa tumbó deprisa al colaborador domingohernandez.

El anovillado quinto arrollaba. Decía poco, además, con la cara suelta. Lo acunó, con todo, Morante en los doblones. Más despacio no se puede torear. Volvió a mecerlo por naturales, a espesar el tiempo, al fin sin enganchones.

Por el otro lado venía dormido Algodón. Que a veces acometía cruzado o se paraba en el trance de la mitad de la suerte. Con la cogida presentida, no movía ni un músculo el de La Puebla: el valor al servicio del buen toreo. Lo cazó al encuentro, aupándole hasta la puerta grande, que sería triple.

Fernando Adrián saludó de rodillas al tercero. Tras tres largas afaroladas muy despacito, en una de las verónicas genuflexas que siguieron se venció Prestigioso y le puso los pitones en el pecho. Su nobleza evitó una tragedia, pues no hizo por él cuando lo tuvo a merced. Nobleza que creció hasta la verdadera bravura, la que supone ir a más, perseguir aquella muleta rastrera que se le ofrecía, hasta el final.

Sólo a última hora hizo amago de irse a los adentros. Se entregaba Prestigioso por entero, estirando su generoso cuello hasta el límite que permiten las leyes físicas. Dando esos trancos de más que permitieron a Adrián girar sobre los talones para ligar series profusas en redondo. Desde el prólogo con cambiados por la espalda hasta el epílogo por circulares sin mover un ápice las zapatillas, bramaba la plaza. Con la zurda lo reventó por abajo. Por el otro lado resultaron parabólicos, ampulosos, también profundos los muletazos. El espadazo selló el premio de las dos orejas.

Lo arrolló de fea manera el sexto. Cogida sin graves consecuencias. Rugió la plaza en los cambiados por la espalda, otra vez de rodillas. Se empecinó Fernando Adrián en la distancia corta. Ahí impuso su concepto: ni un paso atrás. Atornillada la planta, la quietud ligada llegó mucho arriba. Como las bernadinas de escalofrío que precedieron al único pinchazo de una tarde histórica.

Ficha del festejo: Plaza de toros de Cuatro Caminos de Santander. Cuarta de abono de la Feria de Santiago. Seis toros de Domingo Hernández, sueltos de carnes, terciados. Extraordinario el tercero, siempre a más, de gran duración, máximo exponente de un conjunto de gran nobleza acrecentada por el buen trato recibido.

Enrique Ponce: Estocada arriba, aviso, oreja; aviso, estocada, dos orejas.

Morante de la Puebla: Estocada caída, oreja; media desprendida, aviso, oreja.

Fernando Adrián: Estocada tendida, dos orejas; pinchazo, estocada desprendida, oreja.

Saludaron tras banderillear al quinto Joao Ferreira y Alberto Zayas.

Los tres matadores salieron a hombros por la puerta grande.

Tres cuartos de entrada.

 

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