El día que la Santamaría pasó a manos del Municipio

En el año 1938 la plaza de toros de Bogotá dejó de ser propiedad de la familia Sanz de Santamaría. La crisis económica mundial de comienzos de la década de los años 1930 no fue ajena a la familia que se vio obligada a cederla a la Corporación Colombiana de Crédito con la que sostenía una insostenible deuda. El Secretario de Gobierno de la ciudad y José Sanz de Santamaría, el hijo de don Ignacio, el creador de la plaza, lograron una jugada maestra que permitió que la Santamaría no terminara en escombros, como lo pretendía la Corporación, si no que pasara al Municipio como el gran regalo que la familia Sanz de Santamaría le dejó a la ciudad de Bogotá.

En el libro La Santamaría, 90 años de primera se consigna esta historia que está contada a través de lo que deja entrever una imagen que fue captada tras la firma de la entrega de la plaza de Toros de Santamaría al municipio de Bogotá.

 

Instantánea de un legado

Fue tomada en 1938 y cuenta muchas cosas. El encanto único del blanco y negro no deja que el color les quite protagonismo a los que posaron delante de la cámara. Así, expuesta de manera diáfana y sencilla, atrapa. Lo que cuenta dependerá de los ojos con que se le mire y del momento en que se haga. Una mirada rápida puede reducirla a lo negro del retrato, al luto de las prendas de vestir y dejarla reducida a la melancolía y a lo lúgubre, como sacada de un poema de Julio Flórez. Si se le mira de forma más detallada, fijándose en la pared que le sirve de fondo, o en el piso con ligeros escombros, el cuadro lleva a un escenario algo ruinoso. Otros ojos advertirán en ella un momento solemne, como si los protagonistas posaran, cuidadosamente vestidos, para dejar plasmado para la eternidad un momento único y definitivo.

Tiene un poco de todo. Pero una sonrisa, aunque leve, en uno de sus protagonistas soporta el peso de la imagen y el momento en que se logró. La dueña de esa sonrisa es Rufina Rocha viuda de Santamaría, la mujer que aparece sosteniendo una cartera entre sus manos cruzadas, debajo de su cintura, y que viste rigurosamente de luto. Esa sonrisa, que denota tranquilidad, es la del deber cumplido. La tarea estaba hecha. Doña Rufina acababa de ser testigo de que la obra de su esposo se escapaba de las ruinas. Momentos antes de que se capturara la imagen, la Corporación Colombiana de Crédito tenía la posesión de la plaza de toros de Bogotá y la había destinado a los escombros para construir en su lugar un complejo urbanístico. La deuda que embargaba la plaza era de 180.000 pesos, cifra pequeña en comparación con la invertida por don Ignacio en el lote y la construcción de la plaza. Más de un millón doscientos mil pesos oro, monto que tras la depresión de principios de la década había quedado reducida a menos de un quinto de la misma. Pero la fortuna de la familia Sanz de Santamaría se había quedado en la construcción de la plaza y no había manera de hacerse con la primera opción de compra que les correspondía como herederos de don Ignacio.

Sin la posibilidad de rescatar la obra de su padre y ante su inminente demolición, don José Sanz, el hombre que en la imagen se ve con sombrero claro y cinta oscura, decidió enviarle un mensaje al alcalde de Bogotá por intermedio de su amigo Germán Zea Hernández, en ese entonces secretario de Gobierno del municipio. Como único heredero había decidido cederle a la ciudad el sueño de don Ignacio: la Plaza de Toros que, para los bogotanos de esos días era uno de los pocos lugares de distracción popular. Así, el sueño de don Ignacio logró fugarse de una pesadilla. Doña Rufina se quitaba un peso de encima, un peso tan grande como la Santamaría misma. Tras la firma del documento en el que don José cedió su derecho al Municipio, y Gustavo Santos Montejo estampó su firma para recibir la plaza en nombre de la ciudad, los testigos del hecho se pusieron delante de la cámara y el fotógrafo disparó. Fue el acto solemne y definitivo que la imagen congeló.  Germán Zea Hernández, el único que no mira a la cámara y que sostiene en sus manos un sombrero y un paraguas, convenció al alcalde de adquirir la plaza y salvar así la obra del padre de su amigo José. Meses después fue nombrado alcalde y su afición quedó más que demostrada cuando organizó la temporada taurina, y logró por primera vez que la plaza fuera rentable. El otro hombre con sombrero y abrigo, que parece balancearse ligeramente en busca de salir en el retrato, es don Mariano Sanz de Santamaría, el hermano de don Ignacio. Su hijo, Carlos Sanz de Santamaría, años más tarde y como alcalde de Bogotá acabaría de embellecer la obra de su tío, al encargar al arquitecto español Santiago de la Mora el diseño para cubrir la plaza con ladrillo a la vista y al estilo mudéjar.

El alcalde de Bogotá, Gustavo Santos Montejo, entre Cecilia Sanz de Santamaría y Rufina Rocha; el empresario taurino Eduardo Laverde, y los cronistas Manuel Piquero y José María Vallserra, entre otros, hacen parte del recuerdo que evoca el retrato. Esta historia, atrapada con la imagen en uno de los  viejos portarretratos que reposan hoy, 83 años después, en La Holanda…Leer Más 

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