La tauromaquia de Antonio Caballero
Llevaba varias semanas internado en una unidad de cuidados paliativos, lo último que leyó fueron las páginas del libro de los 90 años de historia de la Santamaría, cuyo prólogo iba a firmar. Semblanza.
Por Rodrigo Urrego B.
Especial puertagrande
Apenas 57 días después de la muerte de Germán Castro Caycedo, la crónica taurina de Colombia, una de las más respetadas del planeta, perdió a quien quizás fue su mayor exponente. En la tarde del pasado viernes, todas las redacciones del país se estremecieron con la muerte de Antonio Caballero, quizás el espejo para varias generaciones de periodistas en el país. Se escribieron páginas en su honor, pero la mayoría obviaron o apenas mencionaron el impacto de su partida para la tauromaquia mundial. Caballero dejó otra ‘barrera’ vacía en el burladero de Prensa del callejón de la plaza de toros de Santamaría, que hace dos años empezó su mala racha, con la partida de Alfredo Molano.
Caballero nació entre libros, ganó dinero con el periodismo, vivió por los toros y murió por el ‘peche’ (el cigarrillo Pielroja). Así lo podrían resumir quienes de verdad lo conocieron. Tenía solo 76 años pero desde hace tiempo se veía fatigado. Su voz cada vez fue pareciendo más a un susurro, que salía con dificultad desde la garganta, a la luz de las que fueron sus más recientes y última apariciones públicas, en la temporada de toros que hubo en Bogotá entre febrero y marzo de 2020, antes de la pandemia.
El confinamiento lo pilló agotado, pero con la conciencia de haber vivido incluso más de la cuenta. Ya no iba a los toros porque no había, ni en España. Leía, dibujaba y escribía, como lo hacía desde los 14 años, entre otras porque desde esa época empezó a ganar dinero por ello, cuando debutó como caricaturista en El Aguilucho, la revista del Gimnasio Moderno que fundó su padre, Eduardo Caballero Calderón, el que firmaba sus columnas con el pseudónimo de Swann, y el autor de El Cristo de Espaldas, y Siervo Sin Tierra. Ya no fumaba.
Lo último que leyó Caballero fueron las páginas del libro de los 90 años de historia de la Santamaría, cuyo prólogo iba a firmar. Hizo sugerencias a sus autores pero no alcanzó a rematar su faena porque antes de terminarla tuvo que ser ingresado en cuidados paliativos terminales donde estuvo varios días. Sus pulmones se quedaron sin aliento.
Caballero, el escritor y el dibujante, encontró en el periodismo la forma de ganarse la vida. Primero en El Tiempo, cuando el entonces director, Roberto García-Peña, leyó un artículo suyo y decidió publicarlo. La primera columna era de las elecciones estudiantiles que se habían hecho en plena dictadura del general Francisco Franco en España, en donde empezó a destacar su ironía al enfatizar en que los estudiantes pudieran ejercer el sufragio universal, cuando los adultos carecían de ese derecho.
Juan Tomás de Salas, un exiliado político español, que Caballero había conocido en Francia y Colombia cuando éste escribía en El Tiempo, le consiguió un trabajo en la edición en español del The Economist. Luego trabajó en el servicio en español de la BBC de Londres, como locutor y redactor de noticias. Volvió a París para traducir y redactar en la agencia de noticias France Press. En Roma intentó trabajar en Radio Vaticano pero no lo consiguió, según él, por prejuicios teológicos. En Madrid, en pleno declive de la dictadura de Franco, llegó a la revista Cambio 16, donde trabajó desde 1974 hasta el 2000 como jefe de Internacional y luego Cultura.
Antes había hecho parte de la primera redacción de la revista Alternativa, y en Colombia fue columnista de El Espectador, y la mayor parte de su trayectoria en Semana donde también tenía su caricatura, titulada el monólogo. En las hemerotecas, la firma de Caballero también se encuentra en los dibujos a color de la revista Cromos, y en los llamados Cartones de Lecturas Dominicales de El Tiempo.
Caballero, el converso
Pero Antonio Caballero no solo alcanzó la cúspide del periodismo nacional. En España llegó a la cima en el periodismo taurino, donde era una autoridad y su firma se consideraba de igual alcurnia a las de Gregorio Corrochano, Chávez Nogales, José Bergamín o Paco Aguado, maestros en la materia. Llegó a tener la columna ‘Toreo de Sillón’, en la última página del semanario 6 Toros 6, el más importante de Madrid, cuyo director, José Carlos Arévalo, lo eligió para ocupar el vacío que había dejado el reconocido Fernando Fernández Román. Por eso, y con el respeto de sus memorias, ha sido el cronista taurino más importante de Colombia, superando a Piquero, Ro-zeta, Hernando Santos ‘Rehilete’, Guillermo Cano, o Germán Castro Caycedo.
Aunque el primer contacto de Caballero con la tauromaquia fue en la Santamaría, a finales de los 50, con un mano a mano de Dominguín y Ordóñez, solo treinta años después descubrió la pasión por los toros.
“La verdadera revelación, en el sentido religioso de la palabra, la tuve a finales de 1984 en la plaza de El Puerto de Santamaría, en Cádiz. Fue durante una mediocre corrida en la que el gitano Rafael de Paula toreó con el capote a un toro de Osborne. No hubo casi nada, y no duró ni medio minuto: tres verónicas y cuatro medias verónicas, y el toro se desmayó como en los versos de Rilke. Entonces me di cuenta de qué había presenciado, sin que nadie me hubiera puesto en guardia, el fundamento del arte. A partir de ese momento hice lo que hacen siempre en tales casos los conversos: salí a contarlo. Escribí una crónica en un diario de Sevilla, y desde entonces no he parado de ir a toros en donde los hay -en España, en América, en Francia-, y escribir sobre esos toros cuando ha valido la pena”, escribió en su libro ‘Toros, toreros y públicos (El Ancora Editores, 1992).
Es probable que las nuevas generaciones de colombianos se decepcionen de Caballero por su afición a los toros, y no entiendan porqué una persona de su sensibilidad pudiera defender la tauromaquia ante sus más enconados ataques. El propio escritor defendió como nadie ese “arte” que la sociedad contemporánea no admite catar.
“Los toros, al margen de ser una salvajada, son un ritual y una fiesta y están llenos de infinidad de variedades estéticas. Y son el único arte en el cual se juntan verdaderamente el juego estético con el peligro de la muerte. Todo artista se juega la vida en una obra de arte -un escritor que escribe una novela, un poeta que escribe un verso o un compositor que produce una sinfonía-, pero ninguno de ellos se la está jugando más física e inmediatamente que un torero cuando torea (…) El toreo no consiste únicamente en matar a un toro con una espada y la pintura no consiste en poner el último brochazo. Reducir el toreo a la muerte del toro es como reducir el cuadro al marco”, le dijo al periodista Juan Carlos Iragorri en el libro Patada de Ahorcado (Editorial Planeta, 2002).
Y es que Caballero también tenía la misma visión que aquellos artistas españoles como Julio Antonio, Julio Romero de Torres, Ramón del Valle Inclán, Pérez de Ayala, Enrique de Mesa, Sebastián Miranda, quienes, en 1913, redactaron un manifiesto público para homenajear al torero Juan Belmonte, en el que afirmaban que “el toreo no era de más baja jerarquía estética que las bellas artes” (Juan Belmonte, matador de toros. Manuel Cháves Nogales, Alianza Editorial, 1988):
“Es una actividad infinitamente rica y sutil y que exige la utilización de todas las fuerzas intelectuales, espirituales y físicas del artista, que es en este caso el torero. Porque si alguien ve en un ruedo la belleza de un buen muletazo, no podrá olvidarlo. Yo considero a un torero a la medida de un poeta o de un músico o de un artista plástico. Eso no quiere decir que todos los toreros sean artistas como no lo son todos los que pintan, o como no es músico todo el que tararea una musiquita”, agregó Caballero en la mencionada entrevista con Iragorri.
El crítico taurino colombiano más reconocido en España, también reconoció lo que significó para su vida su oficio de cronista:
“El hecho de haber ido mucho a los toros, que se debe a que los españoles me han dejado a mí, un sudaca, escribir de eso en España -como si supiera de toros-, me ha permitido conocer casi todas las ciudadades y los pueblos. Y claro, los restaurantes caros y baratos. Y el campo. Y a mucha gente -toreros, periodistas, camareros y ganaderos, poetas, señoras, jovencitas, niños, pintores, albañiles, porteros, políticos, millonarios, actores de cine, vendedores de El Corte Inglés, señoritos andaluces, dentistas, abogados, mayorales de finca, apoderados de toreros y hasta directores de periódico”,
La última gran batalla taurina que libró Antonio Caballero fue para enfrentar a Gustavo Petro que, en una “alcaldada”, en palabras del periodista, clausuró de forma arbitraria la plaza de toros de Santamaría durante sus cuatro años de mandato. El 22 de enero de 2017, el coso bogotano volvió a abrir sus puertas como consecuencia de una sentencia de la Corte Constitucional. Caballero volvió a ocupar su sitio en el burladero de prensa del callejón, donde siempre apoyaba su libreta, su esfero, el encendedor y el paquete de Pielroja. Su ausencia se notará el día en que los toros vuelvan a la Santamaría, pues aquel palco ya tiene tres barreras vacías, junto a las que dejaron Alfredo Molano y Germán Castro Caycedo.