El tipo de la Coca-Cola

Hubo un tiempo en el que mi casa era la sala de espera de los amigos de papá. A ella llegaban personas que hablaban de carreteras, de plazas, de viajes, de pueblos y de toros. Y uno observaba, tímidamente y desde algún rincón, como algunos desordenaban las revistas que yo ordenaba por fechas, y que adornaban la mesa de la sala; otros se tomaban un tinto sin perder de vista el viejo reloj de campana que colgaba en la pared.

Llegaban uno detrás del otro, con equipajes distintos y extraños. Uno era costeño, hablaba fuerte, y parecía que peleaba contra el aire mientras se bajaba del taxi en el que llegaba. En una mano cargaba una maleta de forma cilíndrica, larga, hecha en cuero, y en la que escondía la pierna de una armadura de hierro. Con su otra mano se las arreglaba para coger unos palos largos de madera y un bulto estampado a cuadros. Y así, “maniatado”,  entraba a la casa haciendo alharacas que despertaban el vecindario.

Otro de los que llegaba, con dos bultos envueltos en un pañuelo grande de cuadros y con algún dulce, se llamaba (se llama) Miguel. Ese no despertaba a nadie, cuando llegaba ya las vecinas estaban bien despiertas porque había el rumor de que los domingos, muy temprano,  llegaba a la casa un tipo que se parecía al ‘Puma’, el cantante. Eso decían.

Otro de los visitantes era un hombre ya mayor. Lo recuerdo alto, con cara blanca y alargada. Un tipo delgado que pronunciaba sus palabras de manera lenta, como maestro sabio de colegio. Llegaba en guayabera blanca envuelto en el humo de un cigarrillo. Le decían ” Apoderado”.

Pero antes del costeño, de Miguel y del apoderado, llegaba un tipo sin equipaje, pero con un radio en la mano. Hablaba poco y decían en la casa que era muy “educadito”, y que solo tomaba Coca-Cola. Eso sí, se adueñaba de los dulces que nos traía Miguel.

El hombre mayor, casi siempre, era el último en llegar y lo hacía en un Dodge Dart blanco que conducía su dueño: ‘Lucho’ López. Se bajaba del carro, cruzaba la puerta de la casa, saludaba y lanzaba la bandera de salida con un “se nos está haciendo tarde”. Y entonces todos se apuraban a embutir sus extrañas maletas en el amplio baúl del carro en el que cabía todo, menos los palos de madera del costeño que iban a parar al techo del Dart. Dejaban un hasta luego de despedida, y se iban en busca del “matador” que los esperaba en algún lugar.

Los días domingo, casi siempre, se repetía la escena. Se iban en busca de algún pueblo, y mi casa se quedaba sin papá. Y domingo a domingo, fui entendiendo que el de los dulces era el hombre encargado de ponerle las banderillas al toro, y que su apellido era Escobar. Que el costeño se llamaba Anderson -el gran Murillo-  y se ponía la armadura en su pierna para luego puyar los toros con el palo de madera desde la altura de un caballo. Que el “apoderado” que se ponía guayabera era Hernando Castillo, y que había sido banderillero de Pepe Cáceres. Que el “matador” era el torero Jorge Herrera. Que mi papá tenía el título de mozo de espadas, y que el tipo que solo tomaba Coca Cola hablaba por la radio, y se llamaba Iván Parra, el mismo que ayer, como el costeño hace ya más de un año, se marchó para siempre.

Eran esos los días en que Iván empezaba a seguir cuadrillas de toreros para hablar de ellos en el programa de toros que su admirado Paco Luna dirigía en Radio Todelar, la misma emisora donde comentaba, con Luna y Eduardo de Vengoechea, las ferias taurinas de su natal Armenia. Fueron también esos los días en que pasó a narrar faenas desde los micrófonos del Grupo Radial Colombiano bajo la dirección de Oscar Rentería, al lado de José Luis Carabias y de Guillermo Díaz Salamanca con los que formó la “Guerrilla Taurina”. Recuerdo que se “tomaban” la Feria de Cali desde antes del sorteo, y hasta el remate de la corrida. Un trabajo solo comparado al que hoy se hace con el fútbol.

Los toreros, antes de llegar a Cañaveralejo, ya le habían contado a los oyentes de aquella “guerrilla” todo sobre sus vidas, y hasta el color del vestido de torear que iban a lucir. Y eso se notaba en la plaza, para bien o para mal, porque en los tendidos sabían hasta el nombre de la madre del torero. Con esas transmisiones se inició toda una generación de aficionados en el país que siguió fiel a la radio, y a Iván que empezó a llevar a los oyentes las actuaciones del entonces novillero Gitanillo de América, en directo desde España, junto a un asistente de cables de lujo: su amigo César Rincón. 

En 1987 Iván Parra pasó a Radio Caracol, y entonces, con el tiempo, comprobé que el tipo de la Coca-Cola no solo hablaba de toros. En esa emisora llegó a ser el director de los deportes y de varios programas de variedades como ‘Hola, buenos días’, ‘Pase la tarde’ y ‘La ventana’. Con Iván, como director, esos tres programas lograron la mayor audiencia en la programación de la emisora. Ya para entonces, el tipo que llegaba a mi casa los domingos se había convertido en una de las voces más importantes de la radio en Colombia. A eso contribuyó su excelente manejo del lenguaje, su vocación por estar bien informado, una gran memoria, el don de la palabra y su pasión por devorar libros, todo heredado de su otra profesión, la de abogado y que nunca ejerció porque su amor por los micrófonos fue más fuerte que el llamado de los códigos. Lo del abogado le venía de su padre – que si ejerció – y lo de los toros, que lo llevó al periodismo, de la familia materna donde su tío, Gabriel Díaz, había sido novillero en tiempos de Pepe Cáceres.

Lo demás ya lo saben casi todos: las trasmisiones taurinas por Caracol al lado de Oscar Rentería, Manolo Molés, de Ramón Ospina, del médico Arias, de Guillermo Rodríguez y hasta con ‘Antoñete’ como invitado que marcaron la afición de muchos, y por más de 15 años. Las tardes de los triunfos de César Rincón en Las Ventas de Madrid que nos llegaron a través de su voz y que nos hicieron arrugar el corazón. Pero no solo eran esas tardes de toros en la que narrando no tenía igual, también los domingos a las ocho de la noche con el programa ‘Tendido Siete’ de Caracol, donde los aficionados esperábamos noticias taurinas de primera mano porque el internet apenas asomaba.

Y así hasta el 2006 cuando Iván salió de Caracol siendo el director de ‘La Ventana’, y con una carta de despedida en la que no se leía una causa. No salió solo, también salieron Judith Sarmiento, Jorge Eliécer Campuzano, Juan Manuel Rodríguez, Yolanda Ruiz, Esperanza Rico, Martha Elizabeth Camargo y Yanelda Jaime. Esa salida significó para Iván una herida que con el tiempo se hizo más profunda. Se refugió por un corto tiempo en City Tv, donde ya laboraba, y en las trasmisiones taurinas de R.C.N al lado de su hermano Julián, de Alberto Lopera y del maestro Rincón. También su revista ‘La Faena’ le sirvió para mantener su vocación.

Hace cinco años el hombre que solo tomaba Coca-Cola, ni una sola gota de alcohol, ya solo bebía agua y comenzaba a padecer problemas en su riñón derivados de una diabetes. Casi el mismo tiempo en que paciente, y sin perder su humor, se puso a la espera de una donación que no llegó.

A La Santamaría, en enero pasado, ya no asomó. Estaba internado en una clínica, y el destino le llevó a un torero como vecino de habitación, a Antonio Ferrera que terminó en la misma clínica después de salir herido en el ruedo bogotano. A los pocos días Ferrera salió, pero para Iván ya todo fue más difícil.

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Iván, me quedé con su libro de Chenel, firmado por Molés, su autor. Me quedará como el recuerdo de uno de esos amigos de mi papá que con el tiempo también se convirtió en mi amigo. Todavía conservo las revistas de El Ruedo, las que usted devoraba en la sala de mi casa mientras el costeño hablaba sin parar, y donde se hacía propaganda un torero al que llamaban ‘Parrita’, uno de los miembros de una dinastía torera que Henry Pineda encontró en el Cossío, y entonces, en Armenia, y entre risas, decidió que Iván Parra era el último descendiente de esa familia torera, y que debía llevar el mote de la dinastía: ‘Parrita’.

Ya terminó el martirio. Donde quiera que este, sabe que su labor hizo muchos aficionados a lo que usted tanto defendió. Su ejemplo será el orgullo de su “llave” Patricia, de Alejandra, de Julián y de Luciana, esa nieta que fue su último gran amor. Descanse en paz amigo.

Diego Caballero

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