Daniel Luque abre la Puerta del Príncipe de Sevilla

Luque la salida a hombros por la Puerta del Príncipe de la Maestranza de Sevilla, segunda de las que se llevan ya anotadas en el abono y no sin cierta generosidad de público y presidencias.

El triunfo del de Gerena, ante dos toros de Núñez del Cuvillo muy medidos de raza, se basó principalmente en la voluntad y el firme valor que puso sobre el tapete para que ambos siguieran los engaños durante más tiempo y más recorrido de lo que parecía que estaban dispuestos.

Así pasó con el primero de su lote, un toro de baja alzada ante el que Luque compitió en quites con Diego Urdiales y al que cuajó un soberbio tercio de banderillas Iván García, solo que al abrir la faena de muleta al de Cuvillo parecía faltarle el fuelle necesario para que se mantuviera el mismo nivel.

El torero sevillano no intentó ayudarle nunca a recuperarse, sino que, con férrea firmeza, le exigió en cada embroque, haciendo que la faena no fuera siempre limpia pero sí que tuviera la fibra y la tensión suficientes para fijar la atención de los espectadores, siempre con el torero como centro. Y más aún tras el no menos autoritario espadazo con que lo tumbó.

Con una oreja en el esportón, Luque se dispuso a echar el resto, sin variar su filosofía, ante el sexto, un jabonero vareado que se rebrincó por falta de fuerzas en los compases iniciales del trasteo, mostrando claramente lo que le costaba irse tras las telas.

Pero cuando parecía que no había mucho más que rascar, volvió a imponerse el concepto casi dictatorial del sevillano, apabullando al toro en cada pase, casi obligándole a tomar, fuera como fuera, y casi siempre en cortos recorridos, una muleta que siempre tuvo delante de los pitones, como una condena a perpetuidad.

Allí no hubo más que la voluntad del toreo, que aun se metió en la misma cara del jabonero para alardear de su sobrado valor con circulares, ojedismos y luquecinas, los adornos de su invención, hasta tumbarlo de nuevo, con el toro ya exprimido hasta la extenuación, con otra estocada fulminante que llevó a la petición y a la concesión generosa de esas dos orejas que le abrían la puerta de gloria de la Maestranza.

Claro que mucho más generoso, un auténtico regalo de plaza de carros, fue el trofeo que paseó Alejandro Talavante del segundo, un toro dulce y claro con el que no cejó el extremeño de tomarse groseras ventajas, metido siempre en el cuello del animal y desplazando lejos sus nobles arrancadas, sin llegar a ligar nunca más de dos pases con auténtico asiento.

Aun así, a la espera de irse al ferial, el público la jaleó tanto como la que le hizo después al quinto, un toro de alegre movilidad con el que Talavante estuvo algo más reposado pero sin apenas gobierno en los trastos, con una mayoría de muletazos ligeros y tropezados.

Lo chocante es que ese toreo ventajista se premiara en Sevilla con el mismo baremo que la faena que Diego Urdiales le hizo al que abrió la tarde, todo un ejercicio de auténtica orfebrería torera y plagado de matices sutiles en su estructura para llegar a conseguir al toreo más templado, hondo y largo que se lleva visto en la feria.

Con un toro también noble, pero medido de casi todo tras un sangriento puyazo, el maestro riojano puso en juego no su voluntad autoritaria sino el poder de la convicción, la precisión, la pureza y la despaciosidad que necesitaba enfrente el animal para seguir embistiendo, y para que Urdiales deletreara, con ambas manos, una docena de muletazos a ralentí, con un trazo profundo y hondo.

Y todo con la más absoluta naturalidad, con la maravillosa simplicidad de lo esencial, aquilatando las virtudes aún latentes de un toro al que mató también como mandan los cánones, con la misma pureza y la misma verdad, antes de que el cuarto, más bajo de raza, no respondiera esta vez a su largo derroche de templada paciencia.

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