Roca Rey rinde a Madrid

El torero peruano, corneado por el tercer toro de la tarde, salió a matar al sexto y se entregó al máximo en una faena para la historia que terminó rindiendo los cimientos de Las Ventas de Madrid.

Por Rosario Pérez para ABC, tomado de internet

La calle Alcalá era un hervidero. Un nombre en la boca: Andrés Roca Rey, la figura del bombo de San Isidro, en un cartel de máxima expectación: en 24 horas colgó el «No hay billetes» y en veinte minutos reventó Madrid y plantó el mundo a sus pies. «Por lo civil o por lo criminal -comentaron en una grada-» y, sobre todo, por un toreo superlativo. «Ha estado cumbre», resumió el ganadero y empresario Eduardo Lozano, que puso titular a la tarde: «La suerte del campeón, con un mansito que ha roto a bueno».

De canela y oro iba el peruano en su primer paseíllo. Y canela en rama su valor, en taquilla y en el ruedo. Un valor para formar un ejército. Cuando dio la bienvenida al sobrero, se cortaba la respiración. El Jaguar del Perú asustaba a barreras y contrabarreras, a Gabi y Koke, a Cayetano Martínez de Irujo y Santiago Abascal, al que coreaban «¡presidente, presidente!» en la bocana del «1». Roca daba canguelo al propio miedo. El limeño se marchó con el capote a la espalda a esa soledad infinita que es la libertad. «Carcelero», que así se llamaba el de Conde de Mayalde, no le perdonó tanta exposición y lo prendió de manera violentísima, con su geniuda viveza de salida. Entre un angustioso «¡ay!» de los rebosantes tendidos, le rajó el vestido desde la cintura a la rodilla. Con una herida de seis centímetros que lesionaba la musculatura isquiotibial, regresó a la cara del rival. Lo miró desafiante, en una especie de «este duelo lo gano yo». Cojeando ostensiblemente, cruzó el ruedo para brindar a Don Juan Carlos, acompañado por la Infanta Elena, en la meseta de toriles. De Rey a Rey, en medio de los ¡vivas» a España: «Majestad, es un honor brindarle la muerte de este toro. Va por usted, por los países taurinos, sus tradiciones y su juventud». La juventud y el futuro que arrastra Roca a las plazas. Bienvenidos sean.

Una fiesta de pañuelos blancos

Pero la obra grande estaba por llegar en el estupendo sexto. Tras ser intervenido en la enfermería, tiró de su madera de figura para dar cuenta de «Maderero»: «Este tío es de otra galaxia», gritó uno. Y eso que aún no se había puesto a torear. ¡Y de qué manera! Bramaba Madrid con el mandamás de la clase taurina. Barría la arena, ralentizaba el tiempo y se fajaba aplomado y profundo con el parladé, que rompió a bueno mientras le ofrecía su «yo» más íntimo. Era uno de esos días en los que, como confesó en una reciente entrevista con ABC, uno está «dispuesto a morir». La guerra podía esperar: allí se rodaba un emocionante romance entre toro y matador. Crujían hasta las piedras de Las Ventas por monumentales derechazos y naturales. Las más de 23.000 almas se frotaban los ojos con aquellas bernadinas imposibles… De infarto. Cómo sería la cosa que una señora ofreció a su marido un lexatín: «¡Te va a dar algo, Manolo!». «Pues que me entierren, que ya me puedo morir tranquilo, he visto al número uno», espetó alzando el dedo a lo Luis Miguel. Todos empujaban la espada cuando el capitán del escalafón, con toda su arrogancia a cuestas bajo esa venda de soldado herido, se tiró a matar. La plaza era una fiesta de pañuelos blancos: dos orejas por unanimidad.

Al cielo con Roca, en el último San Isidro de El Cid, que por instantes reverdeció viejos laureles del clasicismo con un nobilísimo ejemplar. El de Salteras tuvo el detalle de brindar a Gonzalo Caballero, en camilla: «Por Madrid, mi vida entera», escribió en sus redes. Vale la pena vivir por lo que vale la pena morir. Y Roca Rey, el número uno, lo sabe: «Estoy feliz», dijo mientras soñaba la realidad de aquella Puerta Grande. Y la reventa, también: disparada está para la cita con Adolfo. La fecha: el 30 de mayo.

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