La mañana que Fernando Botero se vistió de grana y oro en La Santamaría
Fue un día de septiembre de 1990, pero no uno cualquiera. No todas las mañanas se asoma por La Santamaría, vestido de torero, el artista por el que el mundo supo de la existencia de la tauromaquia en Colombia. Y como siempre que se asiste a la plaza, de lo primero que se percató la “cuadrilla” fue del estado del tiempo. El cielo gris amenazaba con dejar caer agua. Sin embargo, en el patio de cuadrillas, no cabía un alma más.
Por Diego Caballero D.
No eran toreros los que llenaron aquel patio con ya casi 100 años de historia, eran luminotécnicos, publicistas, miembros de la seguridad. Eso sí, al Maestro Botero no le faltó, no se podía, su mozo de espadas y su sastre, ambos atentos a cualquier requerimiento de su “matador”.
Precisamente por ser el artista más internacional y mejor cotizado de Colombia, Fernando Botero fue contratado para “acartelarse” esa mañana y lucir un terno grana y oro, no solo en La Santamaría sino de Buenos Aires a Singapur, pasando por Londres, Nueva York, París, Tokio y Ciudad del Cabo; promocionando con su figura la marca American Express.
Fernando Botero pasó así a engrosar una larga y escogida lista de personajes encargados de promocionar, por un año, la tarjeta más famosa del mundo. Catherine Deneuve, Tom Clancy, José Canseco, Candice Bergen, Helen Hayes, Barishnykov, Sonia Braga, Pavarotti, Ella Fitzgerald, entre otros, promocionaron la mencionada marca posando frente a paisajes exóticos, en autos costosos, o salones elegantes. Botero, por condición suya, y como el torero que quiso ser, lo haría en La Santamaría.
No hubo mayor objeción, Anne Leibowitz, fotógrafa americana y una de las más cotizadas del mundo, encargada de las fotos del torero, quedó maravillada con La Santamaría, y pronto desechó su idea de hacer las fotos en otras plazas: Nueva York, París y Pietra Santa.
Con la locación cedida por Camilo Llinás, entonces empresario de la plaza bogotana, quedaba buscar un vestido de torear y un mozo de espadas que vistiera al Maestro colombiano. Los encargados del vestuario llamaron a la UNDETOC, la asociación de toreros de Colombia, y allí le dieron el número telefónico de ‘Cajijí’. Les debió sonar raro el nombre, pero así preguntaron al hombre que les contestó al otro lado de la línea: Álvaro Nossa.
‘Cajijí’ no tenía un vestido a la mano, en ninguna de las dos para ser más precisos, pero cómo iba a dejar el hombre la oportunidad de vestir al personaje más importante de Colombia. Sin saber de dónde iba a sacar un vestido para la figura de Botero, pero con total seguridad contestó: “Yo lo tengo. Nos vemos mañana en la plaza”.
Tan pronto colgó, ‘Cajijí’, hizo que su hermano, el torero Nicolás Nossa, tan delgado como sus contratos, atravesara la ciudad desde el occidente hasta el centro de la ciudad, después de dejar vacío su armario, sin su único traje, un grana y oro.
Como todo buen mozo de espadas, ‘Cajijí’, espabiló y llamó a Miguel Méndez, entonces el sastre taurino de los toreros colombianos que no podían hacerse a un vestido español, y que, además, había confeccionado aquél grana y oro. Había que meter al Maestro en aquel traje, y Méndez tenía las agujas y los hilos para intentarlo. Juntos madrugaron y llegaron, antes que los demás, a la cita con el Maestro para la prueba del terno. Méndez, prevenido, y sabiendo el problema al que se iba a enfrentar, dada la diferencia entre las tallas de ambos toreros, llegó con un trozo de tela del mismo color: rojo.
Ambos, emocionados, se encontraron con el Maestro. Le tomaron las medidas para acondicionar el traje de torear, y de la emoción pasaron a la preocupación. Habían comprobado que las medidas de Botero, por ese entonces, eran fieles a sus obras. Había que tenerlo listo para la mañana siguiente, poco tiempo. Pero tenían un as bajo la manga, o mejor, un pedazo de tela roja.
Pronto amaneció, y Miguel, sin dormir, llegó a la cita en la esquina donde se ubican las taquillas de sol. La solución no había sido muy estética: descoció la parte de atrás de la taleguilla – el pantalón de los toreros – en la parte donde encajan las nalgas, y le adicionó el trozo de tela roja. Se lo mostró a ‘Cajijí’ que cambió su cara de expectación por la de la preocupación. “No se preocupe, que las fotos las toman por delante”, dijo Miguel queriendo llamar a la calma. Empacaron el vestido y entraron a la plaza. La suerte estaba echada.
Pronto comprobaron que la plaza estaba como en un día de gran corrida. Lleno estaba el patio de cuadrillas, sobre todo de agentes de seguridad. Por entonces, el país estaba inundado de violencia y de secuestros. Al Maestro lo habían advertido de un posible rapto planeado en su contra. Botero, a pesar de las advertencias, no se quitó del cartel y llegó a La Santamaría, eso sí, con una cuadrilla bien armada.
Entre el museo taurino y la Capilla de la plaza tuvieron que elegir el sitio para vestir a Fernando Botero. Se decidieron por el lugar donde rezan los toreros. Mientras el Maestro se vestía de grana y oro, no dejaba de repetir que vestirse de torero merecía respeto, que no se sentía bien. Tampoco se sentía bien ‘Cajijí’ que le subió rápidamente la taleguilla a su torero tratando de ocultar el parche trasero, mientras Méndez vio que otro problema se venía: los botones amenazaban con volar.
Rápidamente el sastre sacó de su costurero una faja roja, ancha, como la de los cantantes de Tuna, y bordeó la cintura de Botero. Respiró. Los que ahora pasaban fatigas eran los encargados de las luces, el cielo amenazaba con romperse.
Ya vestido, de grana y oro, Fernando Botero caminó por el patio de cuadrillas. Desde ese túnel miraba el cielo. Hay que apurar, puede llover, se escuchaba a los que corrían de un lado para otro con cables y grandes focos de luz. ‘Cajijí’ y Méndez aprovecharon el retraso y le pidieron una foto al Maestro. No era fácil, entre tanta seguridad, hacerlo. Méndez, hábilmente ya se había “robado” unas tomas hechas con una cámara de ‘Cajijí’ al que retrató vistiendo al Maestro. Había que hacerlo, porque si no como iba a contar el mozo de espadas que había vestido de torero al personaje más famoso de Colombia. Y otra toma le hizo Miguel, ya con el permiso de Lina, la hija del Maestro. Rápidamente cambiaron de roles, y ‘Cajijí’ tomó las dos últimas fotos que le quedaban al rollo.
Las fotos tomadas a Álvaro Nossa duraron guardadas en un cajón hasta el día de ayer cuando la noticia de la muerte del maestro inundó los medios y las redes sociales. En las que aparecía Miguel Méndez, junto con las otras que él sacó sin que los agentes de seguridad lo sorprendieran, terminaron en manos de un reportero del periódico La Prensa que las pidió prestadas para ilustrar una nota hecha al sastre. Nunca regresaron a su dueño.
Las de Fernando Botero en la plaza – hablan de más de 20 mil tomas – deben reposar en los archivos de Anne Leibowitz. Nunca fueron publicadas. No sabemos si al Maestro Botero le pudo su respeto al vestido de torear, o si lo del parche y la faja no le gustó, a él, o a la fotógrafa.
Al siguiente día Botero regresó al ruedo de La Santamaría, vestido de blanco hasta los pies. Con gafas negras y tocado con un canotié. El rojo sangre, que por entonces cubría las tablas de La Santamaría, sirvió de fondo, y contraste, a su blanco vestido. Y a sus pies, los claveles rojos de los toreros, los que arrojan las mujeres desde los tendidos. Esta vez, colocados minuciosamente por Sophia Vari, su mujer.
Al final, Fernando Botero no se dejó ver de grana y oro, pero le mostró al mundo la plaza de toros más bella de Colombia.
No sería la primera ni la última vez que el pintor y escultor visitó La Santamaría. Tampoco esas fueron sus únicas fotos en la plaza bogotana. Antes, en esa capilla, donde se vistió de torero, y en febrero de 1985, Manuel H., el fotógrafo, le robó una toma mientras dialogaba y sonreía con el malogrado José Cubero Yiyo que, a hurtadillas, se fumaba un cigarrillo, como él.
Cientos de fotos se dejó tomar, ya sin guardias de seguridad, en compañía de todo el que quiso hacerlo, en ese patio de cuadrillas, el día que César Rincón estrenó un capote de paseo diseñado y certificado por él con su firma ‘Botero’. O en los tendidos de la plaza cuando aparecía en ellos sin importar si los anunciados eran novilleros o figuras del toreo. También fueron muchas las crónicas de corridas que se ilustraron con una imagen suya, como aquella temporada, que llevó su nombre, de 2002 cuando rompió plaza, y después de una ovación de gala, en presencia de Pepe Manrique, El Califa y de Antonio Ferrera, le abrió la tapa a una caja de cartón de donde salió una paloma blanca que debería haber volado, y que en esos días era sinónimo de una paz que tampoco cogió vuelo.
Pero las fotos de aquella mañana de septiembre de 1990 fueron las más importantes para ‘Cajijí’. También para Miguel Méndez, aunque, de momento, nunca se sabe, solo estén en su mente. Con seguridad, las hechas por Anne Leibowitz, también debieron ser las mas importantes para el Maestro Botero que debió guardarlas en algún cajón del que, ojalá, algún día se escapen.